13/12/10

Vivan los reyes (Magos)





     Detesto a Papá Noel. Si un día decido convertirme en un psicópata de esos que asesinan en serie, la serie me la voy a montar a base de ex ministros y ministras de Cultura, y luego de sonrientes gorditos vestidos de rojo y con barba, y con sus renos voy a comer chuletas a la brasa durante una temporada. Aunque España va bien, como dice "mi primo", y somos europeos e internacionales y le sacudimos entusiastas la chorra al presidente norteamericano cuando al hijoputa se le antoja hacer pis en Irak o en alguna otra parte, toparme con Papá Noel en una calle de Chamberí se me sigue haciendo tan cuesta arriba como uno de A rkansas bailando sevillanas. Ya sé que el fulano lleva aquí casi  treinta años, es más moderno y de diseño que los magos de Oriente, y con él, dicen, los niños disfrutan más tiempo de los juguetes. Pero, con todo y con eso, al gordo de la barba lo sigo viendo fuera de contexto: un gringo mercenario reclutado por los grandes almacenes para duplicar ventas, que vale menos que una boñiga del caballo del Rey Gaspar.

    Porque el abajo firmante fue un niño monárquico, de esa noche en que tres reyes llegaban de Oriente para materializar sueños. Claro que eran otros años y otras Navidades. También yo era un niño, y los niños ven el mundo, retienen sensaciones, colores, imágenes, de modo diferente a los adultos. Quizá por ello, aquello me parece hoy tan hermoso. Recuerdo los reflejos de la luz de los escaparates en el empedrado húmedo de las calles, la gente bajándose de los tranvías con abrigo y bufanda, los guardias de tráfico (con esos maravillosos cascos blancos que les quitó algún capullo) y aquellas cajas de botellas de vino que les dejaban los automovilistas. Recuerdo los Villancicos en la radio,las zambombas, las panderetas, y aquellas carracas de madera que giraban en torno a un palo. Recuerdo mis lágrimas y las de mis hermanos cuando apareció asado el pavo Federico, que habíamos engordado en casa del abuelo. Pero recuerdo, sobre todo, los escaparates de las tiendas, lugares mágicos llenos de juguetes, en cuyas lunas los niños (que no conocíamos la tele) pegábamos la nariz, soñando con poseer alguno de sus tesoros: el mecano, la pepona, la pistola de hojalata, el caballo de cartón, la caja de soldados de plomo, los juegos reunidos Geyper.

    De3spués, con el tiempo, aprendí a interpretar otros signos que acompañaban aquello y que entonces era incapaz de comprender: la mirada del niño que observaba el escaparate a mi lado, y que luego cuando el día de reyes yo salía a jugar con mi flamante espada del Cisne Negro, me miraba con fijeza, las manos vacías en los bolsillos del pantalón corto. La angustia de la pobre mujer que salía de la tienda contando el dinero, insuficiente para la muñeca que alguna niña esperaba. El hombre del abrigo raído, parado frente al escaparate de sueños y luces, que luego se iba cabizbajo a casa, donde a escondidas de sus cuatro o cinco hijos fabricaba con madera, pintura y sus propias manos, el humilde juguete que su pobre sueldo no le permitía comprar... Todos aquellos seres y miradas me producen hoy remordimientos retrospectivos, porque ahora sé lo que encerraban. Pero yo entonces era un niño ignorante. Un puñetero niño con suerte.

    Ahora ya no existen aquellas queridas sombras familiares que se deslizaban de noche hasta los pies de mi cama, sabiéndome dormido. Casi todas se fueron y ya no pueden seguir protegiéndome del frío que hace fuera, ni retrasar el cáncer inevitable de la lucidez. Pero todavía, cuando llega de nuevo la noche mágica y aguardo despierto en la oscuridad, siento entrar otra vez dulcemente en mi dormitorio a todos esos entrañables fantasmas y reunirse en silencio, velándome con una sonrisa. Por eso los tres fulanos vestidos de púrpura de guardarropía y coronas de papel dorado, que a pesar de Santa Claus y del primer imbécil que lo trajo, de la modernidad, de las teleseries gringas, del ex ministro Solana, del nuevo look del Pepé y de toda la parafernalia, siguen saliendo a la calle cada cinco de enero, con tres camellos y un par de cojones, constituyen la única causa monárquica a la que de verdad me adhiero plena e incondicionalmente.

          (Artículo de Arturo Pérez Reverte, de la serie Con ánimo de ofender publicado en El País en el año 1999)

      Si bien no suscribo íntegramente las opiniones del autos del artículo, considero que tiene los suficientes elementos de ternura como para leerlo con agrado. Y también de verdad.

      Chity Taboada Pardo.